‒ ¿Estás durmiendo?
Juan
se revolvió ligeramente en la cama.
‒ No. Estaba pensando.
‒ Lo mismo que yo. No consigo
dormir. Y eso que yo soy de los que caigo en la cama como un tronco.
‒ Ya me he dado cuenta estos días.
Duermes bien… y roncas mejor.
‒ Eso dice mi mujer. Estará
contentísima de las tres semanas que llevo fuera.
‒ ¿En qué pensabas, Pedro?
‒ En lo que dijo esta tarde el
maestro. Yo no sé si es que estaba molesto con algo o con alguno, o que está
cansado. Pero fue muy duro. Demasiado pesimista.
‒ La culpa la tuvo Bartolomé, que se
puso en plan de broma, como siempre. No sé si te diste cuenta, pero cuando
dijo: “Yo creí que veníamos de vacaciones, y que todos nos iban a recibir muy
bien, como a los turistas”, a Jesús se le cambió la cara. Fue entonces cuando
dijo: “No os he traído a un hotel de cinco estrellas sino a la cárcel. Y cuando
estéis presos, no va a venir a visitaros ni la familia”.
‒ No debería decir esas cosas. Así
nos desanima. Algún día se lo voy a tener que decir.
‒ Yo, en tu lugar, me callaría.
‒ ¿Por qué?
‒ Porque no creo que reaccione muy
bien.
Pedro
permanece en silencio, rumiando el comentario de Juan.
‒ De todos modos, el maestro dice a
veces cosas que no me gustan. Como eso de que quien ame a su padre o a su madre,
o a su mujer, o a sus hijos, más que a mí no es digno de mí. Parece como si
quisiera ofendernos a algunos de nosotros sin necesidad. A ti y a tu hermano
Santiago, que os lleváis tan bien con tus padres; o a mí, que soy el único que
está casado. Me pareció una chulería. Me entraron ganas de decirle: “Mira,
maestro, que podemos vivir muy bien sin ti, que no tenemos necesidad ninguna de
ir a la cárcel por culpa tuya”.
Juan
sonríe. Afortunadamente, su sonrisa no la percibe Pedro en la oscuridad.
‒ Puedes volverte a casa cuando
quieras. A las 8 de la mañana sale el autobús.
‒ ¿Y os dejo solos?
‒ Nosotros podemos vivir sin ti. Eres
tú el que no puedes vivir sin él.
‒ Vete a la…
‒ No seas mal hablado.
‒ ¿Sabes lo peor? Que después de
decir que tenemos que quererlo a él más a que a la familia me ha mandado que les
escriba una carta a mi mujer y a los niños. Con lo difícil que es escribir una
carta.
‒ Si quieres, te ayudo.
‒ ¿Tú has escrito una carta alguna
vez?
‒ No. Pero he visto en una película
cómo se hace.
La versión original de Mateo 10,34-42
No penséis que he venido a traer paz a la tierra.
No vine a traer paz, sino espada.
Vine a enemistar a un hombre con su padre, a la hija
con su madre, a la nuera con su suegra; y los enemigos de uno son los de su
casa.
Quien ame a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí.
Quien ame a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí.
Quien no tome su cruz para seguirme no es digno de mí.
Quien se aferre a la vida la perderá, quien la pierda por mí la
conservará.
Quien os recibe a vosotros a mí me recibe; quien me recibe a mí
recibe al que me envió.
Quien recibe a un profeta por su condición de profeta tendrá
paga de profeta; quien recibe a un justo por su condición de justo tendrá paga
de justo.
Quien dé a beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños
por su condición de discípulo, os aseguro que no perderá su paga.
Cuando
Jesús terminó de dar instrucciones a los doce discípulos, se marchó de allí a
enseñar y predicar por aquellas ciudades.
Un equívoco
Los judíos tienen una palabra que resume las mayores
esperanzas y la gran promesa de Dios: shalom, “paz”. Es lógico que
los discípulos de Jesús pensaran que él había venido a traer esa paz.
Jesús
elimina este equívoco. Su persona y su mensaje no van a traer paz sino a
provocar división y tensiones, incluso dentro de la familia. Como dijo el
anciano Simeón a María: “Este niño será una bandera discutida”.
Conviene
saberlo de antemano para que nadie se escandalice ni se eche atrás por ese
motivo.
No es digno de mí
¿Qué
requisitos se requieren para trabajar con un premio Nobel de bioquímica o formar
parte del mejor bufete de abogados? El que no tiene un currículo excepcional no
es digno de ese puesto.
Jesús
no exige un currículo pasado sino una actitud: ponerlo a él por delante de los
dos mayores amores: el amor a la familia y a la propia vida.
La recompensa
El
discurso de la misión no termina hablando de los misioneros sino de las
personas que los acogen.
A
veces esas personas hacen lo más normal y sencillo: ofrecer un vaso de agua.
Detrás
de ese gesto, Jesús descubre algo muy profundo: el que acoge a los discípulos,
lo acoge a él y acoge al Padre que lo envió.
Esas
personas no dejarán de recibir su recompensa.
Un final
desconcertante
Después del discurso, lo lógico sería que los discípulos
marcharan a la misión y volvieran al cabo del tiempo, como cuenta Lucas. Mateo,
en cambio, cuenta que el que marcha a predicar y enseñar es el mismo Jesús.