Querida Antonia:
El maestro me dijo hace
unos días que tenía que escribirte una carta para que tuvieras noticias mías, y
si me he retrasado ha sido porque Juan estaba muy ocupado y es él quien sabe
escribir bien y me está haciendo el favor.
De por aquí puedo decirte
que tenemos mucho trabajo pero estamos muy contentos. A veces
las cosas no salen como quisiéramos, pero tampoco podemos quejarnos.
El maestro nos dividió en
grupos de dos, y nos mandó a cada grupo a un pueblo, pero como los pueblos están
cerca nos reunimos los fines de semana para contar lo que hemos hecho. Yo estoy con Juan en La Muela, que se llama así porque al lado hay
un picacho en forma de muela, y me dedico sobre todo a reparar motores y hacer
chapuzas en las casas, que sabes que eso se me da bien. A mí me gustaría reunir
a la gente y hablarle de lo que nos va enseñando el maestro. Pero él me ha
dicho que todavía no, que soy muy impetuoso y más vale que esté callado al
principio. Porque él le habla a la gente contándole unas historias muy bonitas,
pero tiene miedo de que yo las destripe.
También tenemos que
preocuparnos mucho por la salud de la gente, y si alguien necesita algo
especial llamamos a Juana. Pero la gente se ha dado cuenta de que el maestro sabe
mucho de enfermería, aunque no tiene el título, y prefiere que lo trate él. Dicen
que ni siquiera necesita dar un masaje o una medicina, que le basta mirarte, te
da una palmada en la espalda y se te pasan todos los dolores. Yo me acordé de
lo que ocurrió con tu madre, que estaba en la cama con cuarenta de fiebre, y le
bastó tocarle la mano para que se pusiera más fresca que una rosa. Así que el
maestro tiene a veces más trabajo que Juana, pero como ella lo quiere mucho no
se molesta. Además, dice que la gente lleva razón, que él puede curar cosas que
ella no sabe.
El que tenía más miedo al
principio era Tadeo, porque dice que no sabe hablar, pero cuando se sentó con
unos viejos no tuvo que abrir la boca porque fueron ellos los que no pararon de
contarle cosas y terminaron muy contentos porque decían que hacía años que
nadie les escuchaba. Con mi hermano Andrés no he tenido tiempo de hablar mucho,
pero también lo veo contento.
Hace unos días vinieron
por aquí dos amigos de Juan, el primo del maestro. Por lo visto, está
desconcertado porque le gustaría que el maestro actuara de forma más enérgica,
dando más palos que abrazos. Pero él no está por esa línea, aunque habló muy
bien de Juan. Lo que le pone malo es la gente que habla mal de Juan y de él,
que no está de acuerdo con nada, que todo lo critica: a Juan, porque es muy
austero; a él, porque se toma unas copas con nosotros y se lleva bien con personas
que están mal vistas.
El último domingo nos
estuvo hablando de la gente que puede entender mejor su mensaje, y dijo que no
eran los listos, ni los profesores de universidad, sino la gente sencilla. Y me
acordé de ti, cuando dices que no te enteras de nada en la misa porque eres muy
torpe y no tienes carrera. El maestro dice lo contrario, que los que se
consideran tontos son quienes mejor pueden entenderlo. También nos dijo que la
da pena de la gente porque hay muchos curas que, además de aburrirlos en las
homilías, no paran de echarle encima una carga insoportable, que si tienes que
hacer esto, que si tienes que hacer lo otro, que no puedes hacer esto… Nos dijo
que tratan a la gente como si fueran bueyes, cargándoles un yugo pesadísimo. Como
estos días hemos visto bueyes y yugos comprendimos muy bien lo que decía. Él lo
que quiere es cambiar ese yugo pesado por uno suave. Que la gente no vaya
agobiada y agotada por la vida.
Te dejo porque Juan dice
que ya le duele la mano de tanto escribir.
Dale muchos besos a los
niños y otro muy grande para ti de tu Pedro que te quiere.
La versión original de Mateo 11,25-27
La carta de Pedro abarca muchos más temas que el breve texto de la liturgia
de hoy, que se limita a lo siguiente:
En aquella ocasión
Jesús tomó la palabra y dijo:
‒ ¡Te doy gracias, Padre,
Señor de cielo y tierra! Porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos,
y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo ha entregado mi Padre: nadie conoce al Hijo, sino el Padre, y nadie
conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Los
relatos anteriores del evangelio muestran cómo la gente se divide ante Jesús, y
él los cataloga en dos grupos.
El
de los sabios y entendidos, que poseen
una sabiduría humana, y por eso se escandalizan de Jesús o lo rechazan.
Y
el de la gente sencilla, sin
prejuicios, a la que Dios puede revelar algo nuevo porque no creen saberlo
todo.
Esta
gente acepta que Jesús es el Mesías aunque no imponga la religión a sangre y
fuego; acepta que es el enviado de Dios aunque coma, beba y trate con gente de
mala fama; se deja interpelar por su palabra y enmienda su conducta. Esto, como
la futura confesión de Pedro, es un don de Dios. La capacidad de ver lo bueno,
lo positivo, lo que construye. Los sabios y entendidos se quedan en
disquisiciones, matices, análisis, y terminan sin aceptar a Jesús.
Para
estas personas sencillas, la gran ventaja es que, a través de Jesús, van a
conocer a Dios. El se lo revelará, porque es el único que puede hacerlo (27).
Pero esta revelación del Padre no es algo abstracto, teórico. Es un respiro
para los rendidos y abrumados.
Estos
versos contienen un dinamismo muy curioso: el Padre revela al Hijo, el Hijo
revela al Padre, pero el gran beneficiado es el hombre que acoge esa
revelación; se ve libre de una imagen legalista, dura, agobiante, de Dios y de
la religión. Su piedad, al hacerse más divina, se hace más humana. Esto quedará
claro en los episodios que siguen.